Lección Inaugural de Julia Carabias en El Colegio Nacional

En su lección inaugural, Julia Carabias presenta una profunda reflexión sobre las grandes paradojas de nuestra civilización industrial, que explota recursos naturales renovables más allá de sus capacidades de renovación, destruye hábitats, degrada ecosistemas y reduce su oferta de servicios indispensables para la humanidad, al tiempo que fomenta la desigualdad y la injusticia social. A continuación, el texto de su presentación el lunes 27 de agosto 2018, a las 19hrs, en El Colegio Nacional.

Inicio mis actividades como miembro de El Colegio Nacional con las reflexiones de esta lección inaugural titulada:

Sustentabilidad ambiental y calidad de vida

A lo largo de la historia de la humanidad las sociedades han enfrentado diversas crisis vinculadas con el medio ambiente, algunas causadas por alteraciones naturales de fenómenos físicos, como el drástico descenso de temperatura de hace casi 13 mil años, o las sequías mesopotámicas de hace más de 4 mil años, o bien aquellas producidas por la combinación de un manejo inadecuado de los elementos naturales con sequías extremas, como la que pudo haber causado el colapso del periodo Clásico Maya hace diez siglos. Aunque las crisis ambientales no son un fenómeno nuevo, la que vivimos en la actualidad, iniciada hace solo algunas décadas, no tiene precedentes, tanto por su alcance global, como por su magnitud, velocidad y consecuencias.

Somos cerca de 7 mil 700 millones de personas en el mundo —y cada hora nacen 15 mil más—, que consumimos, con muchas asimetrías, más recursos que en ninguna otra época de la vida humana; es decir, más consumidores y más consumo per cápita.

Los humanos dependemos de la naturaleza, como todos los demás seres vivos, para abastecernos de alimentos, agua, energía y minerales, a lo que hemos llamado servicios ambientales o ecosistémicos. Sin embargo, no existe una conciencia colectiva, y es aún escasa la individual, que reconozca esta dependencia y actúe en consecuencia; cuanto más urbanos somos, más distantes estamos de la naturaleza. Una buena calidad de vida es imposible si los sistemas biofisicoquímicos no se mantienen funcionando de manera sana.

Sin embargo, la producción de alimentos ha alterado o transformado casi la mitad de la superficie que ocupan los ecosistemas naturales terrestres que mantienen la estabilidad de la vida en el planeta; las pesquerías ocupan la mitad de los océanos y los flujos de agua dulce se utilizan como transportadores de desechos y están contaminados con agroquímicos que al desembocar en los mares y oceános producen zonas muertas, como ocurre en la desembocadura del Misisipi en el Golfo de México.

La evidencia científica muestra que el impacto de los humanos sobre la naturaleza está forzando el funcionamiento de los ecosistemas fuera de condiciones de seguridad para la humanidad. Se han reconocido nueve procesos a escala global en los que la interferencia humana está afectando el equilibrio de la biosfera: la extinción de especies, el cambio climático, el exceso en los balances de los ciclos biogeoquímicos, la deforestación y desertización, la acidificación de los océanos, el estrés del ciclo del agua, la reducción de la capa de ozono, el exceso de residuos sólidos, líquidos y químicos y el exceso de aerosoles en la atmósfera. Actualmente ya se han rebasado los umbrales planetarios respecto al cambio climático, a la pérdida de biodiversidadgenética, a los ciclos de nitrógeno y fósforo y al cambio de uso de suelo; otros están en proceso de llegar a una situación de riesgo y solo el caso del adelgazamiento de la capa de ozono es un proceso que está en reversión.

La dimensión del impacto humano es de tal magnitud, que estamos modificando el curso de la evolución, no solo mediante la alteración o interrupción de procesos naturales, sino incluso por la adaptación de especies a las nuevas condiciones que los humanos estamos ocasionando.

Los beneficios de la extracción excesiva de estos recursos naturales ni siquiera han servido para alcanzar la meta de bienestar para toda la población mundial; aún viven en la pobreza extrema 767 millones de personas en el mundo. Además, la distribución de la riqueza es profundamente inequitativa; cabe señalar que los países de la OCDE consumen 15 veces más recursos que los países en desarrollo. En México, en 2014, poco más de 60 millones de personas, es decir, más de la mitad de la población, vivía con un ingreso inferior a la línea de bienestar, y una quinta parte, casi 24 millones, tenían un ingreso que no alcanzaba para adquirir una canasta alimentaria; México se encuentra entre los países más desiguales del mundo y es el segundo más desigual de la OCDE.

Los escenarios económicos y ambientales nos señalan que, de seguir las tendencias actuales, la situación empeorará sustantivamente para el año 2030, dejando una condición muy comprometida para las generaciones venideras, quienes verán reducidas sus oportunidades y posibilidades de elección y, con ello, su libertad.

Cambiar el rumbo es una necesidad civilizatoria. Y para lograrlo deben considerarse, de manera integrada, las múltiples dimensiones económicas, sociales, ambientales, culturales y políticas para alcanzar el reto aspiracional al que el desarrollo sustentable nos confronta cada día, es decir,

aquel desarrollo encaminado a superar la pobreza y las desigualdades, mediante un crecimiento económico incluyente y sustentable, que respete la naturaleza para que la vida que alberga siga evolucionando en sus espacios naturales, en el que hombres y mujeres, todos, gocen de una vida digna, con pleno respeto a los derechos humanos.

Diversos esfuerzos multilaterales se han promovido para enfrentar la pobreza y la desigualdad social de manera articulada con la sustentabilidad ambiental en el marco de los derechos humanos. La Agenda de Desarrollo Sostenible 2030, con sus 17 objetivos, lanzada por las Naciones Unidas en 2015, constituye la expresión más avanzada y moderna, aunque no está a salvo de contradicciones entre sus metas y su adecuación y aplicación nacional está resultando muy lenta, desarticulada y poco considerada por el gobierno.

En la vida cotidiana, quienes estamos convencidos de la necesidad de actuar para encaminarnos hacia el desarrollo sustentable, dedicamos nuestros esfuerzos a la búsqueda de opciones compatibles entre el desarrollo económico y social y la conservación de la naturaleza; nos enfrentamos a contradicciones difíciles de salvar —espero que aún no imposibles—, las cuales, al menos en el corto plazo, complican el logro de objetivos loables. Siempre nos acompaña una pregunta: ¿es compatible el bienestar de toda la población con la conservación del patrimonio natural, base del desarrollo, respetando las tradiciones de las comunidades indígenas y campesinas dueñas de los territorios donde se encuentran los ecosistemas que proporcionan los bienes y servicios para dicho bienestar?; ¿es posible superar las contradicciones que se presentan en la esfera de los derechos humanos y la preservación de un medio ambiente sano, también consagrado en nuestra Constitución como un derecho?

A diario nos respondemos que sí, y por ello continuamos. Pero nos queda claro que, en el fondo, requerimos un cambio de cultura que genere nuevas actitudes frente a la naturaleza, y el horizonte de ese reto se ve aún lejano.

Si fuéramos capaces de definir con claridad los nudos que entorpecen el logro de las metas a las que aspiramos, podríamos acelerar el ritmo de los cambios estructurales y sistémicos y acortar los caminos en la búsqueda de soluciones. Por ello, sin mayores pretensiones, aquí destaco lo que en mi experiencia son algunos nudos que producen tensiones y detienen los procesos de cambio, y que considero prioritario analizar a profundidad en otros momentos. Estoy segura de que, gracias a su prestigio y capacidad de convocatoria, El Colegio Nacional puede dar cauce a estas reflexiones.

El primer nudo se refiere al

Crecimiento económico y sustentabilidad ambiental
El modelo económico de México de las últimas décadas, y particularmente del último sexenio, se ha caracterizado por su bajo ritmo de crecimiento, como se señala en el Informe del Desarrollo en Méxicoelaborado por el Programa Universitario de Estudios del Desarrollo de la UNAM.

Este modelo de lento crecimiento enfocado al mercado de exportación ha tenido consecuencias sociales y económicas muy adversas en nuestra población, y la creación de puestos de trabajo queda muy por debajo de la oferta de empleo.

El Informeplantea una estrategia alternativa para enfrentar la pobreza y reducir la desigualdad. Propone la necesidad de acelerar el crecimiento económico mediante el robustecimiento del mercado interno y de la hacienda pública; el impulso a la generación de empleos mejor remunerados; la reestructuración de la actividad productiva para fortalecer las cadenas de valor y el encadenamiento de los sectores más dinámicos con el resto de la economía nacional; el incremento del financiamiento para el desarrollo, particularmente para la infraestructura y para la generación de valor agregado. A su vez, para reducir la desigualdad, esta estrategia económica requiere una política de redistribución del ingreso a favor de los hogares que menos perciben y de las personas cuyas entradas dependen de las remuneraciones al trabajo. Hasta aquí esa parte del Informe.

Queda claro en este planteamiento que para la superación de la pobreza y la disminución de la desigualdad, condición de una buena calidad de vida, tenemos que articular la política económica con la social, lo cual, por absurdo que parezca, no ocurre en el país, y que la economía requiere un crecimiento elevado e incluyente basado, entre otras medidas, en la activación del mercado interno mediante empleos mejor remunerados que incrementen el consumo.

Reconozco el valor de justicia social en esta estrategia. Sin embargo —y acepto mis indiscutibles limitaciones en el tema—, no encuentro un planteamiento contundente para hacer compatible esta estrategia de crecimiento mayor con la sustentabilidad ambiental, ya que veo en este modelo una dependencia en el incremento del consumo, lo cual, a su vez, implicará aumentar la extracción de recursos naturales. Como dije al inicio, la excesiva extracción de recursos naturales está provocando el agotamiento y la degradación de los ecosistemas, así como la alteración de su funcionamiento, poniendo en riesgo su permanencia.

El Informeofrece una propuesta complementaria, aunque no en el eje económico sino en el del desarrollo territorial, que abre una rendija de conciliación, pero está enfocado al sector primario esencialmente, lo cual es muy importante, pero no suficiente para una política macroeconómica nacional.

El principio que se establece, basado en la sustentabilidad ambiental, se enuncia de la siguiente manera “Acelerar la aplicación de estrategias y medidas para que los sistemas productivos reduzcan su carga o intensidad ambiental, de tal forma que sea posible sostener tasas de crecimiento económico más elevadas, sin causar más daño ambiental e incluso reduciéndolo, así como mediante la reducción del consumo de productos que se ha impuesto por los mercados…”. “Se trata de acelerar la transición en el llamado desacoplamientoentre producción, consumo y ambiente, lo que atañe no solo a la eficiencia en el uso de insumos intensivos en recursos, agua y energía, sino también en la generación de desechos y de emisiones, sobre todo atmosféricas”.

El desvincular el crecimiento económico del uso irracional de recursos naturales ha ido ganado terreno en las visiones de la economía ambiental, pero sigue siendo marginal para las políticas macroeconómicas, que a fin de cuentas, son las que prevalecen.

La economía verde, por ejemplo, plantea el crecimiento económico, la generación de empleos e ingresos con innovaciones tecnológicas y cambios en los patrones de consumo, para proteger un mínimo nivel crítico del capital natural. Algunas objeciones de la economía verde radican en que, si bien estas medidas son necesarias, no se articulan con el problema de inequidad y, desde la esfera ambiental, se critica el hecho de que se apuesta a mantener el capital natural mínimo necesario para evitar catástrofes, pero no el máximo posible garantizando bienestar. En este último sentido se sugieren otros modelos que plantean la necesidad de mantener el crecimiento estable dentro de los límites ecológicos necesarios para garantizar la renovabilidad de los recursos naturales, es decir, supeditar el crecimiento económico a los acervos del capital natural con su capacidad de renovación. Incluso hay quienes plantean la necesidad de un decrecimiento, lo cual parecería, al menos en el corto plazo, no ser compatible con la imperiosa y urgente necesidad de superar la pobreza.

La realidad registra avances en la no dependencia del crecimiento económico respecto al consumo de energía; sin embargo, no es el caso para otros insumos fundamentales como el agua. Por el contrario, se mantienen subsidios económicos perversos, como al diesel utilizado para la pesca, a la electricidad para el bombeo de agua subterránea para el riego, la exención del pago del agua en la agricultura, entre otros, que llevan a sobreexplotar los recursos y a profundizar la desigualdad social.

Avanzar hacia el desarrollo sustentable exige ajustes radicales en las políticas económicas para lograr la sustentabilidad ambiental, como son: internalizar los costos ambientales de la producción y de los mercados; disminuir el exceso del consumo y reorientarlo hacia productos ambientalmente amigables; eliminar los subsidios perversos y asignarlos al fomento de sistemas productivos sustentables; considerar los impactos que ocurren en sitios diferentes de donde se consumen los productos; establecer límites de extracción de recursos; fomentar impuestos, créditos verdes, certificaciones, etiquetado y campañas en beneficio de los consumidores; pagar por los servicios ambientales, entre otras muchas medidas.

¿Cómo estas propuestas, que surgen desde la economía ambiental, pueden formar parte esencial de las políticas macroeconómicas y cómo lograr que el desacoplamiento mencionado deje de ser un tema marginal? Estos asuntos podrían convertirse en temas de reflexión en el seno de esta institución.

Esto me lleva a un segundo nudo de tensiones, que tiene que ver precisamente con los sistemas productivos sustentables en la producción primaria.

Uso sustentable de la biodiversidad y bienestar social
La naturaleza es el sustento para el desarrollo y el bienestar. Volver la vista hacia la naturaleza para basar en ella nuevas formas de producción sustentable, abre oportunidades para el crecimiento económico. Me limitaré aquí a ejemplificar el potencial de recursos para el desarrollo del campo mexicano y su posible repercusión positiva en la mejoría de la calidad de vida de la población rural, de la cual hoy cerca de 30% vive en condiciones de pobreza alimentaria y 62% en pobreza patrimonial.

Elevar sustantivamente el crecimiento económico y aumentar el empleo en el medio rural puede lograrse sin transformar los ecosistemas naturales mediante la extracción de recursos naturales respetando su renovabilidad y diversificando su uso. La pesca, el aprovechamiento forestal o el uso de la vida silvestre, bien manejados, pueden sostenerse a largo plazo si se limita la extracción a la capacidad de carga de los ecosistemas y, además, pueden incrementar su productividad si se aplican tecnologías que fomenten la diversificación del uso de especies y su valor agregado. El caso del ecoturismo constituye también una opción con gran potencial de crecimiento y es perfectamente compatible con la conservación de los ecosistemas naturales y servicios ambientales, siempre y cuando se sigan las reglas de sustentabilidad ambiental que están comprobadas y conforman códigos internacionales de buenas prácticas.

Además, estos ecosistemas naturales están ubicados en terrenos que pertenecen mayoritariamente a comunidades indígenas y a ejidos y, en menor proporción, están en el régimen de pequeña propiedad. La nación prácticamente no tiene terrenos de su propiedad: 96% del territorio está repartido.

En contraste con la riqueza natural de los ecosistemas en los que se ubican dichas comunidades indígenas y campesinas, su población, dueña de estos territorios, vive en condiciones de pobreza, lo cual no solo es una lacerante injusticia social, sino una vergüenza y un fracaso de las políticas sociales, económicas y de desarrollo rural.

El fortalecimiento decidido y extendido de los sistemas productivos sustentables en el medio rural no está contemplado en las políticas públicas. Para los tomadores de decisiones, el campo, el espacio rural, solo se concibe en su dimensión de producción de alimentos y a sus pobladores como agricultores. No acaba de comprenderse que es en el territorio rural en donde se encuentran los ecosistemas naturales que constituyen el capital natural del país y el potencial para un crecimiento económico sustentable, sostenido e incluyente.

Por carecer de esta visión, la gestión y el fomento de estas opciones productivas sustentables se enfrentan con un sinnúmero de obstáculos por sobrerregulación de índole financiera, administrativa y normativa; falta de inversión, incentivos económicos, mercados y facilidades para añadir valor agregado a la producción; falta de organización, capacitación, acompañamiento y asesoría; además, están sujetas a un régimen fiscal irreal e injusto, que incluso, en muchas ocasiones las hace inviables. No es un problema técnico, ni siquiera de falta de recursos económicos, es de comprensión, convicción y voluntad política. Estos sistemas productivos sustentables no son parte de las políticas públicas, sino experiencias aisladas, piloto, marginadas, que impulsan principalmente organizaciones de la sociedad civil junto con las comunidades.

Un cambio implicará la armonización de políticas, la coordinación de acciones intersectoriales, la aplicación de instrumentos de planeación como el ordenamiento del territorio, el manejo integrado de cuencas, la planeación por microrregiones adecuando los sistemas productivos a cada condición ambiental y social. Es decir, un proceso de planeación con criterios ambientales, económicos y sociales, derechos y obligaciones a los que el Estado mexicano ha renunciado a ejercer.

¿Cómo desatar estos nudos y convertir en una política pública las numerosas experiencias productivas sustentables exitosas que se han probado en el campo mexicano? Este punto nos lleva a otro igualmente complejo que planteo a continuación.

Conservación de la biodiversidad

Debemos tener muy claro, y la evidencia científica así lo demuestra, que no todos los ecosistemas naturales pueden ser intervenidos por la acción humana sin que se afecte el funcionamiento de los sistemas biológicos. Muchos procesos funcionales de los ecosistemas donde vive la biodiversidad y donde se generan los servicios ecosistémicos que benefician a todos los seres humanos, requieren grandes extensiones de territorio para mantenerse saludables. Por eso, resulta ineludible que el Estado mexicano, para cumplir con su obligación constitucional de preservar la biodiversidad, defina los sitios estratégicos para la conservación de los ecosistemas naturales y los mantenga con la mínima intervención humana posible.

El instrumento más eficaz para este propósito son las áreas naturales protegidas y así está reconocido en todo el mundo. En México se ha incrementado considerablemente la superficie bajo protección y el número y cuidado de las áreas naturales protegidas, sobre todo desde mediados de los años noventa. Sin embargo, no hemos alcanzando aún la representatividad de todos los ecosistemas mexicanos y su biodiversidad en estos espacios protegidos, algunos de ellos casi únicos en el mundo, como las selvas más secas; tampoco se ha logrado la necesaria eficiencia en su protección. El problema para alcanzar la meta deseable, además de la falta de recursos económicos y humanos, es que cada vez resulta más difícil decretar un área natural protegida, por varias razones, entre ellas cierta oposición que surge en las comunidades que son dueñas de los terrenos y los cuestionamientos a este instrumento por diversos grupos de la sociedad e incluso de la academia.

Me explico. Como mencioné antes, en México las tierras en las que se establecen las áreas naturales protegidas no son propiedad de la nación; la tierra del país está casi toda repartida. Cuando se establece un área natural protegida no se modifica el tipo de tenencia de la tierra, sino que, mediante el decreto correspondiente, se regula su uso haciendo prevalecer la conservación. Por ello, en muchas ocasiones, los dueños de la tierra reaccionan ante las limitaciones que les impone un decreto de área natural protegida. Y esto ocurre no porque sea inevitable, sino porque el Estado, al establecer un decreto, no se hace cargo de aplicar un tratamiento especial para los dueños de las tierras mediante políticas de fomento productivo sustentable y de compensación por la conservación que les permita a los campesinos ser los verdaderos custodios de la biodiversidad. Los sistemas productivos como el manejo forestal sustentable, la pesca responsable, el manejo de la vida silvestre, el ecoturismo, son todos actividades que generan empleos e ingresos sin destruir los ecosistemas y deben ser fomentados en espacios acotados donde están asentadas las comunidades dentro de las áreas naturales protegidas, tal como se define en los programas de manejo. Esto permite dejar bajo conservación el resto de la superficie de las áreas naturales protegidas con un propósito: que la evolución de la vida continúe.

Sería muy deseable que El Colegio Nacional contribuyera a la construcción de puentes entre estos enfoques contrapuestos que permitan arribar a consensos nacionales y, con una visión común, defender de manera colectiva el patrimonio natural nacional, tal como defendemos nuestro patrimonio cultural.

Nuevamente, estos dos temas de conservación y uso de la biodiversidad mencionados me llevan a un cuarto nudo de tensión.

Los derechos indígenas

Como he señalado, una parte significativa de los ecosistemas naturales que se encuentran en buen estado de conservación, en nuestro país y en el mundo, se ubican en territorios que pertenecen a comunidades indígenas.

Es bien sabido, aunque solo recientemente reconocido, que el conocimiento de estos pueblos sobre su entorno natural permitió, durante siglos, una armonía entre el buen vivir de estas comunidades y la naturaleza. La cosmovisión de estos pueblos está basada precisamente en los elementos naturales del medio ambiente en el que habitan. Buena parte del conocimiento tradicional se ha propagado entre todas las sociedades del planeta y forma parte de los sistemas alimentarios mundiales y de la base farmacéutica; incluso muchas de las prácticas tradicionales han sido reconocidas como las mejores alternativas para la adaptación al cambio climático y constituyen ejemplos para la estrategia global de conservación de la biodiversidad. No obstante su contribución a la humanidad, no han recibido los beneficios que merecen por la aportación de sus saberes y la mayoría de estas comunidades vive en condiciones de pobreza. Más aún, muchos de estos territorios, por su riqueza natural, han estado fuertemente presionados, sobre todo por empresas extractivas como las mineras o las agroindustriales, que alteran radicalmente el entorno natural y la vida social y cultural de los pueblos.

Desde la década de los años cincuenta se han realizado numerosos esfuerzos en el mundo para que los derechos de los pueblos indígenas y su conocimiento sean reconocidos y respetados. Destacan los avances en este tema impulsados por las Naciones Unidas. En materia de biodiversidad, el Convenio sobre la Diversidad Biológica establece que cada país, con arreglo a su legislación nacional, respetará, preservará y mantendrá los conocimientos, las innovaciones y las prácticas de las comunidades indígenas y locales… y fomentará que los beneficios derivados de [su] utilización … se compartan equitativamente;

Si bien estos han sido avances muy importantes, la manera como cada país ha aplicado estos principios en sus políticas nacionales ha sido muy diversa.

En México, en 1994 el levantamiento zapatista hizo visibles las condiciones de discriminación y pobreza de las comunidades indígenas y colocó el tema en la agenda nacional. Al paso del tiempo los avances han sido progresivos, con logros significativos, aunque más lentos de lo deseable, como las reformas al artículo 2° de la Constitución, y la implementación de políticas, programas y acciones del gobierno y de la sociedad civil. No obstante, el asunto de los derechos indígenas aún es un tema pendiente en el que deberá profundizarse.

En este sentido quiero aportar cuatro elementos a la reflexión, vinculados con el tema del medio ambiente y que, lamentablemente, se han convertido en motivo de severas tensiones entre las comunidades indígenas y las políticas de conservación.

Uno, como ya mencioné, parte de los territorios que pertenecen a las comunidades indígenas tienen decretos de área natural protegida, y, aunque no modifican la tenencia de la tierra, sí establecen una normativa de uso, mediante un programa de manejo, para garantizar el interés público de la conservación de la biodiversidad nacional.

Dos, las condiciones internas de las comunidades indígenas han cambiado por su vinculación con el mercado, con el sistema político nacional (particularmente la presencia de los partidos) y con el resto de la sociedad en general; asimismo, por el acceso a la información global y por la aplicación de políticas públicas homogéneas y generales.

Tres, la población en estas comunidades ha crecido y sigue creciendo muy por encima de la tasa nacional y, por ende, la relación con la tierra se va modificando. Han aumentado las presiones por el acceso a la tierra, sobre todo por parte de los hijos de comuneros que no tienen derechos comunales. En la presente situación, muchas prácticas, que en otras condiciones fueron armónicas con la naturaleza, ahora producen severas alteraciones ambientales, por ejemplo, el caso del sistema de roza, tumba y quema, de la cacería o de ciertas prácticas de pesca.

Cuatro, las comunidades indígenas tienen usos y costumbre y sus propias estructuras, instituciones y reglas de gobierno que norman su vida interna y la relación con la naturaleza. Pero algunos de sus usos y costumbres para el manejo de los recursos naturales no siempre son compatibles con el marco normativo nacional.

Entonces, las tensiones surgen. Resumo, a costa de repetir, esta compleja ecuación:

la biodiversidad es patrimonio natural de la nación, y el Estado mexicano está obligado a su protección, para lo cual ha construido un marco legal e institucional robusto; una parte importante de la biodiversidad mexicana se encuentra en terrenos que son propiedad de las comunidades indígenas; los pueblos indígenas tienen un vasto conocimiento sobre sus elementos naturales y su propias formas de uso, las cuales, históricamente, han estado en armonía con la renovabilidad de la naturaleza; las condiciones de su entorno han cambiado porque no son comunidades cerradas; muchas prácticas han dejado de ser sustentables; la Constitución reconoce los derechos indígenas y sus usos y costumbres, pero en los términos establecidos en la Constitución, no siempre son compatibles. Así, surgen las tensiones.

¿Cómo solventar las contradicciones y tensiones que se producen cuando, al menos en materia ambiental, los usos y costumbres no son compatibles con la conservación de la biodiversidad y no son coincidentes con las normas jurídicas nacionales?

Es necesario establecer puentes comunicantes y mecanismos innovadores deliberativos, claramente regulados, con enfoques incluyentes, que faciliten la colaboración y deriven en nuevas formas de gobernanza sólidas, para arribar a la construcción de acuerdos y entendimientos que influyan en la toma de decisiones sobre las políticas ambientales, con los que, sin afectar los legítimos intereses de las comunidades indígenas, se garantice la conservación del patrimonio natural, privilegiando el interés colectivo sobre los intereses individuales o de grupo.

Existen varias herramientas de las políticas de conservación que pueden fortalecer estos procesos, aunque, desafortunadamente, muchas han sido satanizadas de manera injusta, como son las ya mencionadas áreas naturales protegidas, sus programas de manejo y consejos técnicos, las áreas de protección voluntarias o comunitarias, el pago por servicios ambientales, las reservas de agua, los inventarios de especies de flora y fauna para conocer la biodiversidad nacional y su monitoreo para evaluar sus condiciones de salud y ajustar medidas y políticas, por solo mencionar algunas.

Otra herramienta es la consulta pública, libre e informada, para los proyectos que involucren territorios de las comunidades. Sin embargo, para que esta consulta sea eficaz, debe ser reglamentada para evitar, por un lado, que los autonombrados voceros de las comunidades usufructúen indebidamente la verdadera y legítima representación, y para garantizar que prevalezca el interés público.

Esta reflexión me lleva a su vez a otro tema complejo de abordar, del cual solo esbozo algunas preocupaciones y que tiene que ver con los derechos humanos.

Derechos humanos

El enfoque de derechos humanos está bien establecido en la Organización de las Naciones Unidas; tiene una larga historia y se ha promovido su adopción entre los países con resultados desiguales.

México incluyó en su Constitución Política, desde 1999, el derecho de todas las personas a un medio ambiente adecuado para su desarrollo y bienestar (artículo 4º) y se estableció un mandato al Estado para conducir un proceso nacional de desarrollo sustentable (artículo 25). Posteriormente, en 2011, en el contexto de la transformación del régimen constitucional de los derechos humanos en México, se estableció la obligación de todos los operadores jurídicos en el país de observar los tratados internacionales suscritos por el Estado mexicano, entre los cuales la Suprema Corte de Justicia de la Nación incluyó treinta instrumentos internacionales, entre ellos los convenios vinculados al medio ambiente.

Este fue el antecedente de una nueva reforma al artículo 4° constitucional, en 2012, para sustituir el derecho a un medio ambiente adecuado, por el derecho de todas las personas a un medio ambiente sano para su desarrollo y bienestar. Además, se introdujeron las bases para el desarrollo de un sistema federal de responsabilidad ambiental que derivó en la Ley Federal de Responsabilidad Ambiental, y que tiene por objeto promover la reparación de los daños causados al ambiente y prevé la creación de tribunales especializados en materia ambiental dentro del Poder Judicial de la Federación. Asimismo, se reformó el Código Federal de Procedimientos Civiles, que regula las acciones colectivas para la protección del medio ambiente, y la Ley de Amparo, que reconoce un interés legítimo, individual o colectivo, y permite solicitar la protección del Poder Judicial a las personas y comunidades interesadas en la conservación del medio ambiente y en el ejercicio efectivo del derecho humano a un medio ambiente sano.

Destacan, además, como avances importantes, el compromiso más activo del Poder Judicial en la tutela de los derechos ambientales y de la ampliación de las vías de acceso a la justicia para la defensa de derechos ambientales. Un ejemplo sobresaliente, y cito a Alejandra Rabasa, “una sentencia del Máximo Tribunal elaborada por el ministro José Ramón Cossío sobre un caso relacionado con el régimen jurídico de protección a los manglares, interpretó de manera puntual la vinculación que existe entre el derecho humano a un medio ambiente sano y la conservación de la biodiversidad y los servicios ecosistémicos, declarando que su protección corresponde a un interés colectivo que debe prevalecer sobre los intereses individuales. En la misma sentencia, la Suprema Corte reconoció el principio de equidad intergeneracional resolviendo que éste obliga a considerar en los actos presentes de aprovechamiento de los recursos naturales la tutela del derecho a un medio ambiente sano de las generaciones futuras”.

La Constitución, además, consagra en el artículo 4° el derecho humano al agua y lo establece de la siguiente manera: “Toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible. El Estado garantizará este derecho y la ley definirá las bases, apoyos y modalidades para el acceso y uso equitativo y sustentable de los recursos hídricos”.

Los avances en el cumplimiento de este derecho se han retrasado, entre otras causas porque, a pesar de que la reforma de 2012 mandató al Congreso a expedir una ley nacional de aguas en el plazo de un año, esta sigue pendiente por falta de consenso. Ello ha dado pie, desafortunadamente, a cuestionar y debilitar instrumentos que fortalecen la sustentabilidad del ciclo hidrológico como son las reservas de agua para los ecosistemas naturales y para el consumo humano, olvidando que el agua del futuro depende del buen funcionamiento de los ecosistemas y del ciclo hidrológico. Este instrumento de reserva de agua ya dio sus primeros frutos, al ser el principal motivo de rechazo de la construcción de una presa en un sitio de alta importancia por su biodiversidad y por sus recursos hídricos como es la Selva Lacandona.

El gran cuello de botella pararepresentar el interés público en la tutela de los derechos ambientales y hacer cumplir la legislación ambiental es la debilidad de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente por falta de presupuesto y de personal operativo y el incumplimiento de las sentencias de la Corte.

Entre legislaciones inconclusas o nuevas, instituciones débiles y temas emergentes, el resultado es que ha sido muy difícil lograr un balance entre la protección ambiental y otros objetivos legítimos de la sociedad. En síntesis, la política ambiental no está basada en los derechos y muchas decisiones son inconsistentes; a veces se incurre en violaciones a los derechos humanos, otras en daños al medio ambiente.

¿Como hacer compatible la justicia social con la protección del ambiente, ambos objetivos protegidos por los derechos humanos, en un mundo de pobreza, desigualdad y deterioro ambiental inaceptables?

Esto me lleva a la siguiente y última reflexión sobre los nudos que generan tensiones

Valor de la biodiversidad

Así como no es compatible con la moral humana aceptar la condición de pobreza y la brecha de desigualdades que separa a ricos de pobres, tampoco debería ser aceptable la destrucción del medio ambiente, ni que solo los privilegiados gocen del derecho a un medio ambiente sano a costa de los derechos de quienes padecen las consecuencias de la degradación ambiental o de los derechos de las generaciones venideras.

Si bien un medio ambiente sano es un derecho humano y el Estado debe garantizarlo y protegerlo, falta en la ecuación la obligación de todos los individuos para alcanzar este derecho. Por ello, garantizar los derechos humanos consagrados en la Constitución y alcanzar la justicia social y ambiental dependerá, entre muchos factores, de un asunto ético, es decir, del código de valores sobre la naturaleza que adoptemos como sociedad.

Hablar de los valores de la naturaleza implica incluir muchas dimensiones desde la perspectiva humana. La literatura al respecto ha analizado con detenimiento los valores de la naturaleza e incluye aquellos valores utilitarios entre los que se encuentran los económicos; los que reflejan una relación entre los humanos y la naturaleza que tiene que ver con cosmovisiones, con la cultura, la recreación, y el valor intrínseco de la biodiversidad, es decir, que todos los seres vivos tienen un valor propio, independientemente de su utilidad para los seres humanos.

En las sociedades modernas, sobre todo las occidentales, predominan los valores económicos basados en el consumo; el consumo provoca felicidad y el no consumo ansiedad.

Por ello, la crisis ambiental actual tiene que ver con la civilización moderna y su código ético, y va de la mano con una crisis económica, social y cultural.

El no asignar un valor a la biodiversidad, u otorgarle un valor bajo, provoca que los espacios naturales que no tienen especies animales o vegetales con valor comercial sean desplazados, con la aceptación social colectiva, por cultivos o plantaciones de productos con una alta demanda en el mercado como la soya, el aguacate, la palma africana, o para otros usos.

Tampoco se valoran, porque ni siquiera se comprenden, las interrelaciones complejas de los elementos de la naturaleza y de las diferentes especies de un ecosistema. ¿Cuánto vale la polinización de las plantas por los insectos? Solo cuando se deteriora este servicio ecosistémico, como ha ocurrido en muchas partes de Europa, se adquiere conciencia de su valor.

Aunque la ética se refiera a las personas, no debe tener como objeto único a estas sino incluir todas las formas de vida en el planeta pues, a fin de cuentas, somos parte del mismo proceso de evolución.

¿Hasta dónde llegan los derechos de unos de comportarse bajo su código de valores, sin afectar el código de valores de otros? ¿Debemos conservar la biodiversidad por su valor intrínseco o para maximizar el bienestar humano?

Sin pretender homogeneizar la diversidad de culturas, deberíamos aspirar a un código de valores de la naturaleza aceptado por todos, así como se han forjado otros, por ejemplo, en cuanto a los derechos de la mujer, a pesar de la diversidad de concepciones en las diferentes culturas.

La pluralidad de valores provoca que la toma de decisiones sea muy compleja, al no tener una base de entendimiento común. Además, algunas categorías de valores no pueden medirse, por lo que no son comparables con otras, y surgen contradicciones y conflictos entre distintos actores y sectores por tener, cada uno, un diferente marco de referencia. Por ejemplo, ¿qué vale más en un espacio determinado, una selva con especies en peligro de extinción o una plantación de árboles maderables que genera empleo e ingreso para campesinos pobres? Se antoja que no fueran asuntos incompatibles.

Por todo ello nos cuesta tanto trabajo avanzar en la consolidación del desarrollo sustentable. Ni en la toma de decisiones, ni en las políticas públicas se incluyen los temas éticos.

Algunos países ya han reconocido los derechos de la naturaleza; por ejemplo, Bolivia y Ecuador han reflejado las tradiciones andinas en sus constituciones, otorgando derechos a la naturaleza como sujeto de interés colectivo; Nueva Zelandia dio personalidad jurídica al río Whanganui, así como derechos básicos a las especies de primates; Alemania incluyó en su Constitución los derechos de los animales. En México tenemos dos ejemplos, el de la Constitución de la Ciudad de México que reconoce el derecho de los animales y el reconocimiento del valor intrínseco de la biodiversidad, que fue incorporado por el Senado de la República en la Ley General de Biodiversidad, ley que continúa detenida en la Cámara de Diputados.

Todos estos son avances, pero aislados y poco efectivos. Falta alcanzar un entendimiento común que establezca consensos colectivos y legítimos y, en su caso, derive en nuevas reformas al marco jurídico.

Los valores de la naturaleza, el valor intrínseco, sus interpretaciones, implicaciones y alcances son temas de gran controversia que tienen que ver con los derechos humanos y la justicia social y ambiental.

Reflexiones finales

El deterioro ambiental, la pobreza, la desigualdad son reflejo de que el Estado no está garantizando los derechos humanos que la Constitución establece para todos los mexicanos, y aunque este es un proceso progresivo, las políticas públicas no se han construido en el marco de los derechos humanos.

Los deberes que tenemos los humanos respecto a la naturaleza y el bienestar de las futuras generaciones nos obligan a cambiar estructuras institucionales, políticas y relaciones obsoletas arraigadas en nuestra sociedad. Hemos avanzado poco en este terreno porque cuidamos más el presente que el futuro, las visiones son clientelares y de corto plazo, y existen fuertes reticencias de muchos sectores. No hay un compromiso decidido con el futuro. Incluso la falta de concordancia entre los límites espaciales donde se producen las causas de los impactos ambientales respecto a los lugares donde se padecen, lo que se conoce como teleproblemas, obliga a concebir este problema en una escala global y temporal en la que nuestras estructuras de gobierno y la toma de decisiones no están acopladas.

La toma de decisiones participativa y plural que promueva la deliberación es indispensable, pero no suficiente. La toma de decisiones con la mejor ciencia posible es obligada, no hacerlo debe ser una grave falta y no es moral.

El conocimiento científico es fundamental para tomar decisiones oportunas y sustentadas para las transformaciones que necesita el desarrollo sustentable. Sin embargo, se carece de puentes entre los científicos y los tomadores de decisiones. Un ejemplo excepcional, y no me cansaré de citarlo, en presencia o ausencia de su titular, José Sarukhán, es la Conabio, que ha logrado la concurrencia de científicos para el acopio de la información y el análisis del conocimiento sobre la biodiversidad nacional y ha sabido traducirla en propuestas de políticas públicas. No hay en el gobierno otros ejemplos semejantes de esta envergadura y está reconocida como la mejor institución del mundo en estos asuntos.

Los problemas que nos ocupan, globales, temporales, económicos, sociales, ambientales, políticos y culturales, obligan a pensar de manera transdisciplinaria; ningún sector y ninguna disciplina por sí solos podrá con estos retos. Y aquí nos enfrentamos nuevamente con enormes rezagos; el entendimiento de los problemas complejos con una visión integral para la búsqueda de soluciones a problemas multifactoriales es aún incipiente. Nuestra comprensión de la realidad, el sistema de elaboración y ejecución de políticas públicas y la estructura de las instituciones siguen siendo sectoriales.

Algunos avances significativos se han construido desde la academia en años recientes, y abrigo la esperanza de que influyan en el corto plazo en un cambio de paradigmas, de ética y de formas en la toma de decisiones. Por ejemplo, en la UNAM, destaco el Centro de Ciencias de la Complejidad,que dirige Alejandro Frank, miembro de este Colegio; el Programa Universitario de Estudios del Desarrollo, que coordina Rolando Cordera, yel Laboratorio Nacional de Ciencias de la Sostenibilidad. Además, entre los centros Conacyt menciono el Centro de Investigación en Ciencias de Información Geoespacial, conocido como CentroGeo. También existe el Centro de Cambio Global y la Sustentabilidad y el recién nacido Centro Transdisciplinario Universitario de Sustentabilidad de la Universidad Iberoamericana, entre otros.

Pero todos estos avances son aún insuficientes ante la dimensión de los retos y, además, no constituyen espacios sistemáticos de transmisión del conocimiento para la toma de decisiones; debería existir en nuestro país un mecanismo vinculante con estas características. Sobre este tema, la reflexión en el seno de El Colegio Nacional puede tener un papel muy relevante.

Lo que resulta muy esperanzador es que existe una generación de jóvenes que tienen a su alcance una formación como ninguna otra generación en el pasado. El acceso a la información no tiene precedente, como tampoco lo tienen las herramientas de análisis que manejan. Con un marco conceptual sólido, estos jóvenes son el motor del cambio.

Pero les falta un ingrediente que mi generación sí tuvo, un contexto y una formación política. Mi generación es heredera del movimiento del 68, que este año cumple cincuenta, y de las trasformaciones sociales y políticas que le sucedieron. Precisamente un día como hoy, hace 50 años, el 27 de agosto de 1968 las calles de este Centro Histórico estaban llenas con centenas de miles de estudiantes y simpatizantes. Celebro que la UNAM reconozca al movimiento del 68 y esté encabezando la discusión y el diálogo para que los jóvenes conozcan los antecedentes del patrimonio de libertades y derechos de nuestro país.

La ventaja es que ahora concurrimos todos, no por mucho tiempo por obvias razones naturales, y si los unos tienen el ánimo de escuchar y los otros de hablar, podemos hacer cambios sustantivos.

Por ello, quisiera empezar mi programa de trabajo en El Colegio Nacional, si sus miembros están de acuerdo, organizando un foro de discusión y análisis con jóvenes, en esta sede y desde esta tribuna, para escuchar cómo ven su presente y nos ayuden a entender el futuro que anhelan y, con diálogos y deliberaciones subsecuentes, contribuir a la construcción de un mejor futuro.

Es un buen momento para influir en el rumbo del país con ánimos renovados y buena parte de la responsabilidad y oportunidad radica en una sociedad organizada, informada, vigilante y con responsabilidades concurrentes. Pavimentemos juntos el camino de la sustentabilidad ambiental del desarrollo y del bienestar social.

Los comentarios están cerrados.