La Química Orgánica tuvo un desarrollo espectacular a partir de la década de 1940, al lograr producir en el laboratorio una serie de moléculas sintéticas dotadas de propiedades que resultaron ser sumamente atractivas desde la perspectiva de su efectividad para alcanzar ciertos fines socialmente deseables y de su perdurabilidad. Ejemplos de ello, son el DDT [1,1,1-tricloro-2,2-bis (4-cloro-fenil) etano], un plaguicida organoclorado de gran efectividad en el combate de plagas de cultivos agrícolas y de insectos vectores de los agentes causales de enfermedades como el paludismo, y los bifenilos policlorados (askareles o BPC’s), empleados como agentes dieléctricos en transformadores y capacitores, y cuya persistencia constituyó -en su momento- una de sus mayores cualidades.
Los beneficios que derivaron del empleo de algunas de estas moléculas tuvieron connotaciones no sólo económicas, sino también sanitarias y sociales. Así, por ejemplo, el número de vidas que han logrado salvarse gracias a la aplicación del DDT en las regiones palúdicas del mundo entero –incluyendo las de México y de los países de Centroamérica y el Caribe–, ha sido considerable, tanto así, que el descubridor de su molécula se hizo acreedor al Premio Nobel.